Víctor Fernández Castro
Dept. de Filosofía I, Universidad de Granada, España
Hasta hace una década, uno de los ejes centrales del debate sobre cognición social en ciencia cognitiva giraba en torno al mecanismo que implementaba nuestra capacidad para entender a los otros en términos de estados mentales como creencias o deseos (Teoría de la Mente). Sin embargo, en los últimos años han emergido algunas voces disidentes que ponen en duda la centralidad de esta capacidad. Entre estas voces se encuentra el enfoque regulativo que parte de la base de que nuestras habilidades sociales se basan en la capacidad de aprender normas y rutinas que regulan nuestra conducta social y nos permiten comprender la conducta de otros sin hacer referencia a estados mentales.
Los seres humanos nos enfrentamos a situaciones sociales complejas que requieren de una sensibilidad especial para la comprensión del comportamiento de los demás. De acuerdo con la visión ortodoxa en ciencia cognitiva, nuestra eficiencia para lidiar con estas situaciones descansa en una capacidad, denominada Teoría de la Mente, que nos permite representar los estados mentales de los demás (creencias, deseos, miedos) y explicar y predecir sus conductas. Es decir, el eje central de nuestra habilidad para desenvolvernos en entornos sociales complejos es un mecanismo que, o bien mediante simulación (Goldman, 2006) o bien mediante inferencias guiadas por un corpus de información (Nichols y Stich, 2003), atribuye estados causales internos a un sujeto de modo que podemos predecir o explicar su conducta.
En los últimos años, algunos autores han planteado nuevos enfoques a la hora de explicar nuestra competencia social. Estos enfoques comparten la idea de que la atribución de estados mentales es un fenómeno relativamente raro en nuestras interacciones (Hutto y Ratcliffe, 2007). Es decir, en la mayoría de circunstancias sociales no necesitamos atribuir estados causales internos al sujeto para explicar o predecir su conducta. Dentro de esta nueva corriente, el enfoque regulativo o «mindshaping» (Andrews, 2012; McGeer, 2015; Zawidzki, 2013) argumenta que ser capaces de actuar efectivamente en entornos sociales requiere haber sido entrenados en diferentes rutinas, normas y patrones de conducta normalizados que hacen nuestro comportamiento inteligible para los demás. Del mismo modo que no necesitamos conocer los estados mentales de otro conductor para anticipar que entrará a una rotonda en el sentido contrario de las agujas del reloj, normalmente no necesitamos conocer los estados mentales de otras personas para saber qué harán en entornos sociales habituales. Simplemente, podemos asumir que regularán su conducta de acuerdo con los cánones, normas y patrones sociales que dictan qué debemos hacer en dichas situaciones. Por ejemplo, algunos resultados empíricos muestran que los seres humanos categorizan a otros agentes de acuerdo a sus roles sociales o su género y explotan dicha información para producir expectativas derivadas de esas categorizaciones (Olivola y Todorov, 2010; Clement y Krueger, 2002).
Aunque este enfoque da una respuesta intuitiva a algunos fenómenos como la automaticidad de nuestras interacciones sociales o la variabilidad cultural de nuestro comportamiento, también plantea otros interrogantes ¿Cómo somos capaces de adquirir esa diversidad compleja de normas y regular nuestra cognición en base a ellas? ¿Qué pasa cuando alguien viola esas normas y rutinas? ¿Qué papel juega entonces la atribución de estados mentales en nuestras prácticas sociales?
Zawidzki (2013) ha defendido que podemos explicar la adquisición de estas rutinas y normas postulando una serie de mecanismos de aprendizaje («mindshaping mechanisms»), entre los que se incluyen la tendencia de los niños a imitar la conducta de otros, el refuerzo de normas o la pedagogía natural. Por ejemplo, los psicólogos del desarrollo Gegerly y Csibra (2009) han llevado a cabo varios estudios en los que muestran que existe una tendencia natural en los niños para reconocer ciertas señales (p. ej., el contacto visual) como pistas para el aprendizaje. Además, parece que los adultos tienden a exagerar ciertos patrones de conducta en presencia de niños para facilitar su aprendizaje. Ambos tipos de mecanismos parecen crear una dinámica de aprendizaje que propicia la adquisición de conductas y normas apropiadas en ciertos tipos de contextos.
Por otro lado, McGeer (2015) ha enfatizado que la ortodoxia en cognición social ha venido pasando por alto la existencia de ciertas estrategias regulativas que los seres humanos usan para moldear la conducta de los demás cuando estos violan las conductas sociales normalizadas. Cuando un agente transgrede alguna de las normas que compartimos, McGeer argumenta, desplegamos toda una serie de estrategias como persuadir, responsabilizar del error, culpar, pedir razones, sancionar, regañar o reprender. Este tipo de conductas ayudan a reforzar y restaurar la confianza en esas estructuras, además de ayudar a homogenizar las conductas de modo que se facilite la coordinación y la cooperación humana. Precisamente, el papel de la atribución de estados mentales se restringe a ese mismo papel regulativo (Andrews, 2012). La adscripción de estados mentales tiene un rol justificativo, es decir, usamos los estados mentales para justificar conductas contra-normativas. Por tanto, la atribución de estados mentales se restringe a casos donde damos razones que exculpen nuestra conducta. Esta posición viene reforzada por algunos estudios en psicología social que apuntan a que los seres humanos sistemáticamente ofrecen más explicaciones en términos de estados mentales cuando los comportamientos a explicar se les presentan como desconcertantes o confusos (Korman y Malle, 2016).
En lugar de concebir nuestra cognición social como un mecanismo de representación que involucra la manipulación de representaciones de estados psicológicos de otras personas, este nuevo enfoque propone que nuestra cognición social está de algún modo distribuida a través de normas, rutinas y mecanismos de regulación que guían nuestra conducta y al mismo tiempo generan predicciones sobre lo que otras personas deberían hacer dado el contexto social en el que están inmersos.
Referencias
Andrews, K. (2012.) Do Apes Read Minds? Toward a New Folk Psychology. Cambridge: MIT Press.
Clement, R.W. y Krueger, J. (2002). Social categorization moderates social projection. Journal of Experimental Social Psychology, 38, 219–231.
Csibra, G., y Gergely, G. (2009). Natural pedagogy. Trends in Cognitive Sciences, 13, 148-153.
Goldman, A. I. (2006). Simulating minds: The Philosophy, Psychology, and Neuroscience of Mindreading. Oxford: Oxford University Press.
Hutto, D. y Ratcliffe, M. (eds.). (2007). Folk psychology re-assessed. Dordrecht: Kluwer/Springer Press.
Korman, J. y Malle, B.F. (2016). Grasping for traits or reasons? How people grapple with puzzling social behaviors. Personality and Social Psychology Bulletin, 42, 1451– 1465.
McGeer, V. (2015). Mind-making practices: The social infrastructure of self-knowing agency and responsibility. Philosophical Explorations, 18, 259–281.
Nichols, S. y Stich, S. P. (2003). Mindreading. An Integrated Account of Pretence, Self-awareness, and Understanding Other Minds. Oxford: Oxford University Press.
Olivola, C.Y. y Todorov, A. (2010). Elected in 100 milliseconds: Appearance-based trait inferences and voting. Journal of Nonverbal Behavior, 34,83–110.
Zawidzki, T.W. (2013). Mindshaping: A New Framework for Understanding Human Social Cognition. Cambridge: A Bradford Book. MIT Press.
Manuscrito recibido el 24 de marzo de 2017.
Aceptado el 26 de abril de 2017.