Ana Navarrete
Anthropological Institute and Museum, Zurich, Suiza
Una de las mayores incógnitas de la evolución humana es cómo nuestros antepasados pudieron desarrollar cerebros que consumen una elevada cantidad de energía sin que esto repercutiera en su supervivencia. Hasta hace poco se consideraba que nuestro cerebro se benefició de la reducción de otros órganos de alto consumo energético para posibilitar su aumento de tamaño, pero nuevos resultados indican que semejante reducción no tuvo lugar ni en mamíferos ni en primates. En cambio, todo parece indicar que la reducción de costes de locomoción, con la adquisición del bipedalismo, pudo contribuir al aumento de tamaño de nuestros cerebros.
En las últimas décadas, varios estudios han demostrado que especies con cerebros grandes son capaces de mostrar mayores capacidades cognitivas. Así pues, podemos considerar que aumentar el tamaño del cerebro puede resultar ventajoso para una especie, pero también perjudicial porque supone importantes costes energéticos. El consumo energético por gramo del tejido nervioso es extraordinariamente elevado y el consumo total puede aumentar dramáticamente con el incremento del tamaño cerebral (Mink, Blumenschine, y Adams, 1981). En el caso del cerebro humano, que es el ejemplo extremo, éste consume una quinta parte de la energía que producimos diariamente (Holliday, 1986). Qué estrategias han permitido solventar esta creciente demanda energética es, por tanto, una de las incógnitas más interesantes del estudio de la evolución humana.
Tradicionalmente, se considera que la mayor contribución al estudio de este área de la evolución es la Hipótesis del Tejido Caro (“expensive tissue hypothesis”; Aiello y Wheeler, 1995; véase Marmelada, 2007). Esta hipótesis sugiere que la energía para incrementar el tamaño del cerebro procede de la reducción de otros tejidos u órganos caracterizados por tener altas tasas de consumo energético, conocidos como “tejidos caros o costosos”. En su publicación, Aiello y Wheeler consideraron que el órgano “sacrificado” para aumentar el tamaño del cerebro es el tracto digestivo, tal y como demuestra una fuerte correlación negativa entre tamaño del cerebro y tamaño del tracto digestivo en una muestra de 18 especies de primates antropoideos.
La sencillez de esta hipótesis ha contribuido a que haya sido ampliamente aceptada por la comunidad científica. Pero tanto el estudio original en primates como los estudios posteriores en otros grupos han adolecido de sesgos metodológicos que ponen su validez en entredicho, siendo el mayor de éstos la no disponibilidad de bases de datos morfológicos robustos, con mediciones de diversos órganos de los mismos individuos. El objetivo de nuestro trabajo (Navarrete, van Schaik e Isler, 2011) era testar definitivamente la validez de la Hipótesis del Tejido Caro en mamíferos y primates evitando esos sesgos. A lo largo de dos años, y como parte de mi proyecto de doctorado, realicé 455 disecciones de mamíferos y primates, en los que pesé todos los órganos viscerales de alto consumo energético (cerebro, tracto digestivo, riñones, hígado, bazo, corazón y pulmones) y las acumulaciones de tejido adiposo. El resultado es una base de datos que incluye 100 especies de mamíferos no primates y 23 especies de primates, con la cual hemos podido evaluar las correlaciones entre cerebro y otros órganos, controlando posibles efectos de parentesco entre especies y tamaño corporal.
Al contrario de la predicción original, nuestros resultados muestran que el tamaño del cerebro no se correlaciona negativamente con el tamaño del tracto digestivo, con el tamaño de otros “tejidos costosos” o con la suma total de órganos considerados en nuestra muestra de mamíferos o en primates (véase la Figura 1). Estos resultados rechazan, pues, la validez de la Hipótesis del Tejido Caro en mamíferos y primates y contrastan con los resultados previos. Aun así, llegados a este punto, no se puede descartar la posibilidad de que fuera la reducción de otros tejidos menos costosos, pero más abundantes, la que pudiera explicar un aumento del tamaño cerebral en mamíferos. El análisis de la correlación entre el tamaño del cerebro y el tamaño de las acumulaciones de tejido adiposo confirma esta posibilidad: en mamíferos no primates existe una correlación negativa entre cerebro y tejido adiposo. Que esta correlación no sea también significativa en primates es atribuible a un posible efecto de cautividad en nuestra muestra de este grupo.
Pero ¿por qué encontramos esta correlación entre cerebro y tejido adiposo? Al contrario que el tejido nervioso, el tejido adiposo es barato de producir y mantener, aunque puede ser caro de transportar. Pero tanto cerebros grandes como acumulaciones grandes de grasa tienen una función similar: actúan como “salvoconducto” en periodos de carestía. Las especies con cerebros grandes son capaces de amortiguar el efecto de periodos de hambruna mediante estrategias cognitivas, mientras que las especies con grandes reservas de grasa pueden usar éstas para sobrevivir. Según nuestros resultados, la mayor parte de los mamíferos se decanta por una u otra estrategia. Sólo aquellas especies en las que el aumento de la grasa corporal no suponga un incremento drástico de los costes de locomoción, como es el caso de las especies acuáticas y bípedas, son capaces de combinar ambas. La especie humana, con grandes cerebros y con acumulaciones de grasa que constituyen un 16-23% del peso corporal, es una de ellas.
Estos resultados, junto con otros relacionados, nos aportan una visión más clara de cómo nuestros antepasados financiaron sus cerebros en expansión, reflejada en el Marco Teórico del Cerebro Costoso (“expensive brain framework”, véase la Figura 2; Isler y van Schaik, 2009). Este marco argumenta que el cerebro humano pudo aumentar de tamaño debido a una combinación de estrategias que están presentes individualmente en otras especies, pero sólo ocurrieron a la vez en nuestro linaje. En primer lugar, nuestros antepasados incrementaron o estabilizaron la energía destinada al cerebro (1) aumentando la calidad de la dieta con un incremento en el consumo de carne y tuétano, y la cocción de los alimentos, (2) aprovisionando a hembras reproductivas y su descendencia dependiente mediante la cría en grupo y (3) reduciendo el efecto de las fluctuaciones ambientales mediante mecanismos cognitivos. Por otro lado, nuestro cerebro se benefició de la energía “liberada” por (4) la reducción de los costes de locomoción mediante la adquisición del bipedalismo y (5) la reducción de los costes de producción mediante una deceleración de nuestro ritmo de vida. Este último factor, combinado con la cría en grupo, habría aumentado la tasa de natalidad en nuestra especie, mucho más elevada que en otras especies de primates próximas a nosotros.
En general, estos resultados implican un gran avance en nuestro conocimiento sobre el lado energético de la evolución de nuestros cerebros. Pero aunque ahora sabemos cómo obtuvimos la energía necesaria, aún queda por investigar cómo estos mecanismos se concatenaron para propiciar la evolución de nuestro órgano más destacado.
Referencias
Aiello, L. C., y Wheeler, P. (1995). The expensive-tissue hypothesis – The brain and the digestive-system in human and primate evolution. Current Anthropology, 36, 199-221.
Holliday, M. A. (1986). Body composition and energy needs during human growth. En F. Falkner y J. M. Tanner (Eds.) Human Growth: A Comprehensive Treatise (2nd ed. ed., Vol. 2, pp. 101-107). New York: Plenum Press.
Isler, K., y van Schaik, C. P. (2009). The Expensive Brain: A framework for explaining evolutionary changes in brain size. Journal of Human Evolution, 57, 392-400.
Mink, J. W., Blumenschine, R. J., y Adams, D. B. (1981). Ratio of central nervous system to body metabolism in vertebrates – its constancy and functional basis. American Journal of Physiology, 241, R203-R212.
Navarrete, A., van Schaik, C. P., e Isler, K. (2011). Energetics and the evolution of human brain size. Nature, 480, 91-U252.
Manuscrito recibido el 29 de marzo de 2012.
Aceptado el 21 de mayo de 2012.