Antonio Benítez-Burraco
Dept. de Filología Española y Sus Didácticas, Universidad de Huelva, España
Las evidencias de carácter biológico sugieren que, si bien la facultad del lenguaje puede considerarse, en lo sustancial, una capacidad cognitiva funcionalmente independiente, no lo sería por completo en términos genéticos/moleculares, neuronales o evolutivos.
Desde hace, cuando menos, cincuenta años venimos asistiendo a un intenso y aún no resuelto debate acerca de la naturaleza del lenguaje y del modo en que se produce su adquisición durante el desarrollo del individuo. En lo fundamental, la principal controversia a este respecto estriba en si dicha adquisición demanda del concurso de algún tipo de conocimiento gramatical preexistente (esto es, innato) o si, por el contrario, es posible merced únicamente a capacidades cognitivas generales (Hauser, Chomsky y Fitch, 2002). Hasta la fecha, las evidencias de las que se ha nutrido el debate han tenido un carácter esencialmente psicolingüístico, concerniendo principalmente a la naturaleza de los estímulos a los que se ve expuesto el niño, así como a las peculiaridades distintivas de las diversas etapas que atraviesa en su desarrollo lingüístico.
Sea como fuere, quienes intervienen en dicho debate comparten una hipótesis básica, a saber, que el lenguaje es el resultado de la actividad de nuestro cerebro. Consecuentemente, resulta plausible que el análisis a diversos niveles de complejidad biológica (genético-molecular, subcelular, celular, histológico, fisiológico) de las estructuras neuronales implicadas en su procesamiento contribuya decisivamente a esclarecer el modo en que se organiza, funciona y se desarrolla la Facultad del Lenguaje (FL). El objeto de esta breve nota es presentar las conclusiones más relevantes derivadas específicamente del análisis genético-molecular del lenguaje.
Hasta la fecha, la mayor parte de los genes relacionados con el lenguaje se han identificado a partir de trastornos hereditarios que incluyen entre sus síntomas algún tipo de disfunción lingüística. Aunque los productos codificados por dichos genes presentan una notable variabilidad estructural y funcional, lo cierto es que un buen número de ellos desempeña un papel eminentemente modulador, bien por encargarse de la regulación de la expresión de otros genes, bien por formar parte de cadenas moleculares implicadas en la transferencia de información hacia el interior de la célula (Benítez Burraco, 2009; Fisher y Scharff, 2009). En su mayoría, a nivel del sistema nervioso central los productos de estos genes están implicados en la regulación de la proliferación y la migración de las neuronas, la determinación de su identidad y función celulares, y el establecimiento de los contactos funcionales (sinapsis) iniciales entre ellas (Benítez Burraco, 2009). Como cabría imaginar, el número de tales genes es muy elevado, de ahí que el lenguaje pueda considerarse como un carácter poligénico. Por otro lado, la mayor parte de estos “genes del lenguaje” se expresa también en otras regiones cerebrales al margen de las que parecen intervenir directamente en el procesamiento lingüístico, e incluso en otras partes del organismo, y lo hace además en diferentes momentos del desarrollo, un fenómeno que, técnicamente, se conoce como pleiotropismo. Esto ocurre incluso con aquellos pocos genes aislados a partir de trastornos que, como la dislexia o el TEL (de trastorno específico del lenguaje), cabe considerar como exclusivamente lingüísticos a nivel fenotípico (Benítez Burraco, 2009).
El pleiotropismo, en particular, vuelve necesariamente inexacto cualquier intento de vincular de forma unívoca y exclusiva genes concretos con el sustrato neuronal de la FL (Fisher, 2006; Ramus, 2006). Pero la hipótesis de la existencia de una relación causal directa entre los genes y el lenguaje debe matizarse aún más si se tienen en cuenta dos circunstancias adicionales. En primer lugar, el hecho de que el desarrollo de dicho sustrato depende también de otros factores “internos” (esto es, innatos) adicionales a los de naturaleza específicamente genética, como pueden ser los de tipo epigenético (toda clase de modificaciones heredables experimentadas por el ADN que no afectan a su secuencia, pero sí a su expresión), los relacionados con la herencia materna (la composición proteínica del óvulo, por ejemplo), y sobre todo, los vinculados a la dinámica del propio proceso de desarrollo. En segundo lugar, la circunstancia de que la generación de estructuras neuronales plenamente operativas precisa necesariamente del concurso de los estímulos (lingüísticos) externos (Ramus, 2006). En un nivel de complejidad biológica superior, el neuronal, nos encontramos con una situación sustancialmente equivalente: por un lado, las presumibles “áreas del lenguaje” parecen revestir un carácter multifuncional; por otro lado, no parecen existir disociaciones completas entre el lenguaje y otras capacidades cognitivas (ni tampoco entre los diversos componentes funcionales del primero) en los casos en que dichas áreas presentan alteraciones estructurales y/o funcionales.
Consecuentemente, y en lo concerniente al modo en que el lenguaje se implementa a nivel cerebral, los datos biológicos no parecen casar ni con las propuestas más rigoristas de carácter funcionalista (diversas capacidades cognitivas resultan de un mismo dispositivo neuronal de procesamiento generalista y multifuncional), ni modularista (cada capacidad cognitiva es el resultado de un dispositivo neuronal de procesamiento específico y autónomo) (Lieberman, 2002; Ramus, 2006). Por el contrario, y en la línea de la hipótesis general planteada por Marcus (2006), la FL sería un dispositivo o capacidad cognitiva independiente en términos funcionales (el módulo lingüístico), pero no lo sería por completo desde el punto de vista genético y neurobiológico. En el primer caso, porque los genes que intervienen en la regulación del desarrollo (y hasta cierto punto, el funcionamiento) del sustrato neuronal del lenguaje forman parte también de otros programas de desarrollo diferentes (lo que, sin embargo, es compatible con la especificidad del programa en su conjunto). En el segundo, porque las diversas estructuras neuronales que integran dicho sustrato forman parte también del sustrato neuronal de otros dispositivos responsables del procesamiento de información no lingüística (lo que sería compatible, asimismo, con la especificidad del sustrato en su conjunto).
Referencias
Benítez Burraco, A. (2009) Genes y lenguaje: Aspectos ontogenéticos, filogenéticos y cognitivos. Barcelona: Reverté.
Fisher, S. E. (2006) Tangled webs: Tracing the connections between genes and cognition. Cognition, 101, 270-297.
Fisher, S. E. y Scharff, C. (2009) FOXP2 as a molecular window into speech and language. Trends in Genetics, 25, 166-177.
Hauser, M. D., Chomsky, N. y Fitch, W. T. (2002) The faculty of language: What is it, who has it, and how did it evolve? Science, 298, 1569-1579.
Lieberman, P. (2002) On the nature and evolution of the neural bases of human language. American Journal of Physical Anthropology, 45, 36-62.
Marcus, G. F. (2006) Cognitive architecture and descent with modification. Cognition, 101, 443-465.
Ramus, F. (2006) Genes, brain, and cognition: A roadmap for the cognitive scientist. Cognition, 101, 247-269.
Manuscrito recibido el 29 de octubre de 2009.
Aceptado el 13 de julio de 2010.